Buenas noches, alguno de ustedes se ha parado a pensar en la primera enfermedad, es decir, en la enfermedad del primer hombre, Adán. No, ¿verdad? Voy a intentarlo. No es necesario que pensemos en una enfermedad grave, basta con una gripe.
Ninguno de nosotros estuvimos allí...; ya había sido expulsado del paraíso evidentemente, pero creo que Adán no debió sentir mucho la pérdida. Vería Adán el mismo cielo azul que había visto antes, y vería los mismos ríos limpios, y los mismos pájaros, y no tendría otra incomodidad que la provocada por algunas imágenes llegadas en sueños, imágenes de un ángel con una espada, o de una serpiente, o de un árbol lleno de manzanas a causa del cual, él no sabía muy bien por qué, habían tenido en el paraíso una gran discusión. ¿Durante cuánto tiempo viviría Adán inmerso en aquella inocencia? No lo sabemos, ninguno de nosotros estuvo allí, pero lo que sí nos puede resultar fácil de imaginar es lo que sintió un día al despertar: dolor de garganta, tos persistente, cierta sensación de mareo y malestar en el estómago. Ya sabemos que todo es relativo, y para alguien que había vivido en el paraíso el mal que sentía debió ser terrible, y Adán, presa del pánico, se dirigió hacia la mujer que tenía a su lado y exclamaría: “Eva, me estoy muriendo”. La exclamación resultó revolucionaria, por así decirlo: se utilizaba por primera vez el verbo morir. Efectivamente, allí estaba Eva. Allí estaba él, Adán, muriéndose. Debieron ser incontables, las mutaciones que se produjeron durante los días que Adán tuvo la gripe, pero sólo les voy a dar cuenta de aquella que, por primera vez en su vida, y por primera vez en el mundo, permitió a Adán decir una frase ligeramente inútil, del estilo de “¡qué color tan bonito tienen esos melocotones!” ¿Qué había ocurrido? Pues que, asustado y débil, es decir enfermo, pudo descubrir al fin la belleza de las cosas. Imagínense ahora lo que ocurrió una semana después. Imagínense que, repuesto de la gripe, abrazaría a su mujer y le diría: “¡Eva, nunca me he sentido mejor!” Expresión que en su caso, viniendo de donde venía, era muchísimo decir. Y supongo que Adán mantuvo esa convicción hasta el día en que, por poner un ejemplo más que posible, descubrió al pequeño Caín con la frente ardiendo y todo el cuerpo lleno de manchitas rojas. Y supongo que volvió a pasarlo mal para luego volver pasarlo bien y que vivió hasta el día en que descubrió que la flaqueza que tenía era la flaqueza final. ¿Qué pensaría entonces Adán? Me da bastante pena no haber estado allí y no saberlo con seguridad, pero me aventuraría a afirmar que, a pesar de todo, a pesar de encontrarse ya sin salida, a pesar de las desgracias familiares, comprendió y aceptó que la vida era precisamente lo que había ocurrido después de haber salido del paraíso.
Buenas noches, y muchas gracias.
Relato de Bernardo Atxaga narrado en la Taberna El callao por Antonia M. Zurera mientras los primeros virus de la cosecha anual hacían su agosto entre los parroquianos.
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