Yo sé que la gente se acostumbra. Pero no debería.
La gente se acostumbra a vivir en apartamentos de los fondos y no tener otro punto de vista que el de las ventanas de alrededor. Y, porque no tiene vista, luego se acostumbra a no mirar hacia fuera. Y, porque no mira hacia fuera, luego se acostumbra a no abrir del todo las cortinas. Y, porque no abre las cortinas, luego se acostumbra a encender más seguido la luz. Y a medida que se acostumbra a ella, olvida el sol, olvida el aire, se olvida de la amplitud.
La gente se acostumbra a despertar sobresaltado en la mañana, porque tiene que llegar a tiempo. A tomar el café corriendo, porque está atrasado. A leer el periódico en el autobús, porque no se puede perder el tiempo del viaje. A comer sándwiches porque no da tiempo para almorzar. A salir del trabajo porque es de noche. A dormir la siesta en el autobús porque está cansado. A ir a la cama temprano y dormir pesado sin haber vivido el día.
La gente se acostumbra a abrir el periódico y leer acerca de la guerra. Y, aceptando la guerra, acepta los muertos y que haya números para los muertos. Y, aceptando las cifras, acepta no creer en las negociaciones de paz. Y, no creyendo en las negociaciones de paz, acepta leer todos los días sobre guerra, sobre números, sobre su larga duración.
La gente se acostumbra a esperar el día entero y escuchar al teléfono: hoy no puedo ir. A sonreír a las personas sin recibir una sonrisa de vuelta. A ser ignorado cuando necesitaba tanto ser visto.
La gente se acostumbra a pagar por lo que desean o necesitan. Y a luchar para ganar el dinero con qué pagar. Y a ganar menos de lo que necesita. Y a hacer fila para pagar. Y a pagar más de lo que las cosas valen. Y a saber que cada vez pagan más. Y a buscar más trabajo, para ganar más dinero, para tener con qué pagar en las filas en que se cobra.
La gente se acostumbra a caminar por la calle y ver carteles. A abrir las revistas y ver anuncios. A encender la televisión y ver publicidad. A ir al cine y engullir anuncios. A ser instigado, conducido, confundido, lanzado a una catarata sinfín de productos.
La gente se acostumbra a la contaminación. A las habitaciones cerradas con aire acondicionado y olor a cigarrillo. A la luz artificial con su leve temblor. Al choque cuando los ojos captan la luz natural. A las bacterias del agua potable. A la contaminación del agua de mar. A la muerte lenta de los ríos. Se acostumbra a no escuchar a los pájaros, a no oír el gallo al amanecer, a temer a la rabia de los perros, a no comer la fruta al pie del árbol, a no tener siquiera una planta.
La gente se acostumbra a las cosas demasiado, para no sufrir. En pequeñas dosis, tratando de no darse cuenta, va desapareciendo un dolor aquí, un resentimiento allí, una revuelta allá. Si el cine está lleno, la gente se sienta en la primera fila y tuerce el cuello poco. Si la playa está contaminada, la gente moja sólo los pies y no el resto del cuerpo. Si el trabajo es duro, la gente se consuela en el fin de semana. Y si el fin de semana no hay muchas cosas que hacer, la gente se va a dormir temprano, y aún así están satisfechos porque tienen siempre el sueño atrasado.
La gente se acostumbra para no rallarse en la aspereza, para preservar la piel. Se acostumbra para evitar heridas, sangrados, para esquivar el cuchillo y la bayoneta, para salvar el pecho. La gente se acostumbra para salvar la vida que poco a poco se gasta, y que, gastada de tanto acostumbrarse, se pierde de sí misma.
La gente se acostumbra a vivir en apartamentos de los fondos y no tener otro punto de vista que el de las ventanas de alrededor. Y, porque no tiene vista, luego se acostumbra a no mirar hacia fuera. Y, porque no mira hacia fuera, luego se acostumbra a no abrir del todo las cortinas. Y, porque no abre las cortinas, luego se acostumbra a encender más seguido la luz. Y a medida que se acostumbra a ella, olvida el sol, olvida el aire, se olvida de la amplitud.
La gente se acostumbra a despertar sobresaltado en la mañana, porque tiene que llegar a tiempo. A tomar el café corriendo, porque está atrasado. A leer el periódico en el autobús, porque no se puede perder el tiempo del viaje. A comer sándwiches porque no da tiempo para almorzar. A salir del trabajo porque es de noche. A dormir la siesta en el autobús porque está cansado. A ir a la cama temprano y dormir pesado sin haber vivido el día.
La gente se acostumbra a abrir el periódico y leer acerca de la guerra. Y, aceptando la guerra, acepta los muertos y que haya números para los muertos. Y, aceptando las cifras, acepta no creer en las negociaciones de paz. Y, no creyendo en las negociaciones de paz, acepta leer todos los días sobre guerra, sobre números, sobre su larga duración.
La gente se acostumbra a esperar el día entero y escuchar al teléfono: hoy no puedo ir. A sonreír a las personas sin recibir una sonrisa de vuelta. A ser ignorado cuando necesitaba tanto ser visto.
La gente se acostumbra a pagar por lo que desean o necesitan. Y a luchar para ganar el dinero con qué pagar. Y a ganar menos de lo que necesita. Y a hacer fila para pagar. Y a pagar más de lo que las cosas valen. Y a saber que cada vez pagan más. Y a buscar más trabajo, para ganar más dinero, para tener con qué pagar en las filas en que se cobra.
La gente se acostumbra a caminar por la calle y ver carteles. A abrir las revistas y ver anuncios. A encender la televisión y ver publicidad. A ir al cine y engullir anuncios. A ser instigado, conducido, confundido, lanzado a una catarata sinfín de productos.
La gente se acostumbra a la contaminación. A las habitaciones cerradas con aire acondicionado y olor a cigarrillo. A la luz artificial con su leve temblor. Al choque cuando los ojos captan la luz natural. A las bacterias del agua potable. A la contaminación del agua de mar. A la muerte lenta de los ríos. Se acostumbra a no escuchar a los pájaros, a no oír el gallo al amanecer, a temer a la rabia de los perros, a no comer la fruta al pie del árbol, a no tener siquiera una planta.
La gente se acostumbra a las cosas demasiado, para no sufrir. En pequeñas dosis, tratando de no darse cuenta, va desapareciendo un dolor aquí, un resentimiento allí, una revuelta allá. Si el cine está lleno, la gente se sienta en la primera fila y tuerce el cuello poco. Si la playa está contaminada, la gente moja sólo los pies y no el resto del cuerpo. Si el trabajo es duro, la gente se consuela en el fin de semana. Y si el fin de semana no hay muchas cosas que hacer, la gente se va a dormir temprano, y aún así están satisfechos porque tienen siempre el sueño atrasado.
La gente se acostumbra para no rallarse en la aspereza, para preservar la piel. Se acostumbra para evitar heridas, sangrados, para esquivar el cuchillo y la bayoneta, para salvar el pecho. La gente se acostumbra para salvar la vida que poco a poco se gasta, y que, gastada de tanto acostumbrarse, se pierde de sí misma.
Marina Colasanti (1937), en O pequeno livro das grandes emoções, una antología de trabajos literarios brasileños, publicada en 2009